...Es el acontecimiento central de la historia de la humanidad.
1. «Os anuncio una gran alegría: hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11)
¡Hoy! Este «hoy» que resuena en la liturgia no se refiere sólo al acontecimiento que tuvo lugar hace ya casi dos mil años y que cambió la historia del mundo. Tiene que ver también con esta Noche santa, en la que nos hemos congregado aquí, en la basílica de San Pedro, unidos espiritualmente a cuantos, en todos los rincones de la tierra, celebran la solemnidad de la Navidad. Incluso en los lugares más apartados de los cinco continentes resuenan, en esta noche, las palabras de los ángeles que escucharon los pastores de Belén: «Os anuncio una gran alegría (...): hoy os ha nacido (...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11)
Jesús nació en un establo, como cuenta el evangelio de san Lucas, «porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7). María, su Madre, y José no encontraron alojamiento en ninguna casa de Belén. María depositó al Salvador del mundo en un pesebre, única cuna disponible para el Hijo de Dios hecho hombre. Esta es la realidad de la Navidad del Señor. La recordamos cada año: de ese modo la descubrimos de nuevo, la vivimos cada vez con el mismo asombro.
2. ¡El nacimiento del Mesías! Es el acontecimiento central de la historia de la humanidad. Lo esperaba con oscuro presentimiento todo el género humano; lo esperaba con conciencia explícita el pueblo elegido.
Testigo privilegiado de esa espera, durante el tiempo litúrgico del Adviento y también en esta solemne vigilia es el profeta Isaías, que, desde la lejanía de los siglos, fija la mirada inspirada en esta única, futura, noche de Belén. El que vivió muchos siglos antes, habla de este acontecimiento y de su misterio como si fuese testigo ocular: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; «Puer natus est nobis, Filius datus est nobis» (Is 9, 5)
Este es el acontecimiento histórico cargado de misterio: nace un tierno niño, plenamente humano, pero que es al mismo tiempo el Hijo unigénito del Padre. Es el Hijo no creado, sino engendrado eternamente. Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Es la Palabra, «por medio de la cual fueron creadas todas las cosas».
Proclamaremos estas verdades dentro de poco en el Credo y añadiremos: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Profesando con toda la Iglesia nuestra fe, también en esta noche reconoceremos la gracia sorprendente que nos concede la misericordia del Señor.
Israel, el pueblo de Dios de la antigua Alianza, fue elegido para traer al mundo, como «renuevo de la estirpe de David», al Mesías, al Salvador y Redentor de toda la humanidad. Junto con un miembro insigne de ese pueblo, el profeta Isaías, dirijámonos, pues, hacia Belén con la mirada de la espera mesiánica. A la luz divina podemos entrever cómo se está cumpliendo la antigua Alianza y cómo, con el nacimiento de Cristo, se revela una Alianza nueva y eterna.
3. De esta Alianza nueva habla san Pablo en el pasaje de la carta a Tito que acabamos de escuchar: «Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Precisamente esta gracia permite a la humanidad vivir «aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo», que «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras» (Tt 2, 14)
A nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, se dirige hoy este mensaje de gracia. Por tanto, escuchad. A todos los «que Dios ama», a los que acogen la invitación a orar y velar en esta santa Noche de Navidad, repito con alegría: Se ha manifestado el amor que Dios nos tiene. Su amor es gracia y fidelidad, misericordia y verdad. Es él quien, librándonos de las tinieblas del pecado y de la muerte, se ha convertido en firme e indestructible fundamento de la esperanza de cada ser humano.
El canto litúrgico lo repite con alegre insistencia: ¡Venid, adoremos! Venid de todas las partes del mundo a contemplar lo que ha sucedido en el portal de Belén. Nos ha nacido el Redentor y esto constituye hoy, para nosotros y para todos, un don de salvación.
4. ¡Qué insondable es la profundidad del misterio de la Encarnación! Muy rica es por ello la liturgia de la Navidad del Señor: en las misas de medianoche de la aurora y del día los diversos textos litúrgicos iluminan sucesivamente este gran acontecimiento que el Señor quiere dar a conocer a los que lo esperan y lo buscan (cf. Lc 2, 15)
En el misterio de la Navidad se manifiesta en plenitud la verdad de su designio de salvación sobre el hombre y sobre el mundo. No sólo el hombre es salvado, sino toda la creación, a la que se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas las naciones de la tierra (cf. Sal 96).
Precisamente este cántico de alabanza ha resonado con solemne grandeza sobre el pobre establo de Belén. Leemos en san Lucas que las milicias celestiales alababan a Dios diciendo: «Gloria Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2, 14)
En Dios está la plenitud de la gloria. En esta noche la gloria de Dios se convierte en patrimonio de toda la creación y, de un modo particular, del hombre. Sí, el Hijo eterno, Aquel que es la eterna complacencia del Padre se ha hecho hombre, y su nacimiento terreno, en la noche de Belén, testimonia de una vez para siempre que en él cada hombre está comprendido en el misterio de la predilección divina, que es la fuente de la paz definitiva.
«Paz a los hombres que ama el Señor». Sí, paz para toda la humanidad. Esta es mi felicitación navideña. Queridos hermanos y hermanas, durante esta noche y a lo largo de toda la octava de Navidad imploremos del Señor esta gracia tan necesaria. Pidamos para que toda la humanidad sepa reconocer en el Hijo de María, nacido en Belén, al Redentor del mundo, que trae como don el amor y la paz.
Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Misa de nochebuena
24 de diciembre de 1997
¡Hoy! Este «hoy» que resuena en la liturgia no se refiere sólo al acontecimiento que tuvo lugar hace ya casi dos mil años y que cambió la historia del mundo. Tiene que ver también con esta Noche santa, en la que nos hemos congregado aquí, en la basílica de San Pedro, unidos espiritualmente a cuantos, en todos los rincones de la tierra, celebran la solemnidad de la Navidad. Incluso en los lugares más apartados de los cinco continentes resuenan, en esta noche, las palabras de los ángeles que escucharon los pastores de Belén: «Os anuncio una gran alegría (...): hoy os ha nacido (...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11)
Jesús nació en un establo, como cuenta el evangelio de san Lucas, «porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7). María, su Madre, y José no encontraron alojamiento en ninguna casa de Belén. María depositó al Salvador del mundo en un pesebre, única cuna disponible para el Hijo de Dios hecho hombre. Esta es la realidad de la Navidad del Señor. La recordamos cada año: de ese modo la descubrimos de nuevo, la vivimos cada vez con el mismo asombro.
2. ¡El nacimiento del Mesías! Es el acontecimiento central de la historia de la humanidad. Lo esperaba con oscuro presentimiento todo el género humano; lo esperaba con conciencia explícita el pueblo elegido.
Testigo privilegiado de esa espera, durante el tiempo litúrgico del Adviento y también en esta solemne vigilia es el profeta Isaías, que, desde la lejanía de los siglos, fija la mirada inspirada en esta única, futura, noche de Belén. El que vivió muchos siglos antes, habla de este acontecimiento y de su misterio como si fuese testigo ocular: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; «Puer natus est nobis, Filius datus est nobis» (Is 9, 5)
Este es el acontecimiento histórico cargado de misterio: nace un tierno niño, plenamente humano, pero que es al mismo tiempo el Hijo unigénito del Padre. Es el Hijo no creado, sino engendrado eternamente. Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Es la Palabra, «por medio de la cual fueron creadas todas las cosas».
Proclamaremos estas verdades dentro de poco en el Credo y añadiremos: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Profesando con toda la Iglesia nuestra fe, también en esta noche reconoceremos la gracia sorprendente que nos concede la misericordia del Señor.
Israel, el pueblo de Dios de la antigua Alianza, fue elegido para traer al mundo, como «renuevo de la estirpe de David», al Mesías, al Salvador y Redentor de toda la humanidad. Junto con un miembro insigne de ese pueblo, el profeta Isaías, dirijámonos, pues, hacia Belén con la mirada de la espera mesiánica. A la luz divina podemos entrever cómo se está cumpliendo la antigua Alianza y cómo, con el nacimiento de Cristo, se revela una Alianza nueva y eterna.
3. De esta Alianza nueva habla san Pablo en el pasaje de la carta a Tito que acabamos de escuchar: «Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Precisamente esta gracia permite a la humanidad vivir «aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo», que «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras» (Tt 2, 14)
A nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, se dirige hoy este mensaje de gracia. Por tanto, escuchad. A todos los «que Dios ama», a los que acogen la invitación a orar y velar en esta santa Noche de Navidad, repito con alegría: Se ha manifestado el amor que Dios nos tiene. Su amor es gracia y fidelidad, misericordia y verdad. Es él quien, librándonos de las tinieblas del pecado y de la muerte, se ha convertido en firme e indestructible fundamento de la esperanza de cada ser humano.
El canto litúrgico lo repite con alegre insistencia: ¡Venid, adoremos! Venid de todas las partes del mundo a contemplar lo que ha sucedido en el portal de Belén. Nos ha nacido el Redentor y esto constituye hoy, para nosotros y para todos, un don de salvación.
4. ¡Qué insondable es la profundidad del misterio de la Encarnación! Muy rica es por ello la liturgia de la Navidad del Señor: en las misas de medianoche de la aurora y del día los diversos textos litúrgicos iluminan sucesivamente este gran acontecimiento que el Señor quiere dar a conocer a los que lo esperan y lo buscan (cf. Lc 2, 15)
En el misterio de la Navidad se manifiesta en plenitud la verdad de su designio de salvación sobre el hombre y sobre el mundo. No sólo el hombre es salvado, sino toda la creación, a la que se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas las naciones de la tierra (cf. Sal 96).
Precisamente este cántico de alabanza ha resonado con solemne grandeza sobre el pobre establo de Belén. Leemos en san Lucas que las milicias celestiales alababan a Dios diciendo: «Gloria Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2, 14)
En Dios está la plenitud de la gloria. En esta noche la gloria de Dios se convierte en patrimonio de toda la creación y, de un modo particular, del hombre. Sí, el Hijo eterno, Aquel que es la eterna complacencia del Padre se ha hecho hombre, y su nacimiento terreno, en la noche de Belén, testimonia de una vez para siempre que en él cada hombre está comprendido en el misterio de la predilección divina, que es la fuente de la paz definitiva.
«Paz a los hombres que ama el Señor». Sí, paz para toda la humanidad. Esta es mi felicitación navideña. Queridos hermanos y hermanas, durante esta noche y a lo largo de toda la octava de Navidad imploremos del Señor esta gracia tan necesaria. Pidamos para que toda la humanidad sepa reconocer en el Hijo de María, nacido en Belén, al Redentor del mundo, que trae como don el amor y la paz.
Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Misa de nochebuena
24 de diciembre de 1997